Cada día paseaba a lo largo de la gran sala. Era lo que tenía estar prejubilado y sin ataduras, podía dedicar su tiempo a lo que quisiese. Pero llevaba una temporada que casi todos los días entraba a primera hora en aquel museo, cuando todavía no habían llegado los turistas. De manera directa iba al mismo sitio, la larga sala llena con los retratos de los apóstoles, y en medio de todos ellos el Salvador. Y allí estaba durante un largo rato, tampoco excesivo, pero lo suficiente como para que la funcionaria que guardaba la sala se hubiese percatado de su visita casi diaria desde hacía tiempo. Aparecía por la escalera de acceso, iba desfilando lentamente por todos y cada uno de los retratos mientras parecía musitar algo, hasta que llegaba al fondo de la sala y desaparecía por el corredor con una ligera sonrisa dibujada. Y así de manera reiterada.
Pero aquella mañana hubo algo diferente. El hombre entró y fue transitando ante los diversos retratos, actuando de la misma manera, pero a medio camino de la sala se le acercó la funcionaria, lentamente. Él notó su presencia y se giró extrañado, no estaba haciendo nada raro como para que ella le llamase la atención. Se miraron directamente pero él no sabía qué estaba ocurriendo.
Tras unos instantes, en la cara de ella fue aflorando una sonrisa, casi pícara, que él no supo entender, hasta que se arrancó diciéndole:
—¿A usted también le hablan?
La cara del hombre era un poema y, pese a que abrió la boca en un intento de decir algo, no logró emitir palabra alguna. La reacción de él provocó, pese a que trató de evitarla, una sonora carcajada en la chica que resonó en la sala vacía.
Finalmente el visitante rehízo un poco la compostura y solo atinó a decir sinceramente:
—¿Usted también los escucha?
—No solo los escucho, hablan conmigo. Además alguno de ellos me ha tirado los trastos, pero obviamente estamos en planos totalmente distintos— Ante esto último sí que rieron los dos.
El hombre la miraba sin saber exactamente por dónde salir. Aunque sabía que su razón tenía. O, directamente, su sinrazón.
—Disculpe, pero sinceramente pensaba que eran pequeños delirios o juegos de mi mente que no adivinaba a comprender pero que en el fondo me resultaban reconfortantes. Yo, hablando con estas grandes figuras de la historia. Qué decir.
—Sí, es increíble— reafirmó la chica mientras le miraba atentamente y el tiempo parecía detenerse entre los dos. Tras ese rato aparentemente congelado, ella retomó la conversación:
—¿Le gustaría discutir todo esto en torno a un café…? —Inmediatamente se escuchó un murmullo en la sala que cogió desprevenido a los dos y miraron alrededor pero no había nadie, Solo ellos y… los cuadros.
Los dos volvieron a reír mientras se miraban con complicidad.
—¿Y? preguntó ella tratando de que contestase a su pregunta.
—Creo que estaría bien —admitió él y añadió:
—Pero no aquí, Tomás es muy chismoso y un incrédulo..
—Sí, y Pedro lo niega todo tres veces y no le parecerá bien. Mejor a la cafetería. A media mañana tengo el descanso, si le parece bien.
Se despidieron mientras sentían las miradas de los apóstoles fijas en ellos. Ya les preguntarían en otro momento su parecer.