domingo, 24 de diciembre de 2023

Una estatua (o dos)

El paseo estaba resultando agradable por aquel parque prácticamente vacío y gozando de los primeros rayos del sol de primavera. Decidió sentarse en un banco de piedra, admirar un poco el paisaje y saborear la tranquilidad del lugar.

Inesperadamente escuchó un "buenos días" muy cercano que le sorprendió. Miró alrededor pero no vio humano a la vista. "Aquí arriba" volvió a escuchar. Levantó la mirada y efectivamente allí estaba, una estatua medianamente escondida entre dos árboles que lo flanqueaban.

—Buenos días —repitió el saludo la figura de piedra.

—Buenos días —respondió sorprendido el paseante.

—Sí que son buenos —continuó la estatua—. Con este sol, a ver si es posible que entremos en calor. Comprenderá que hecho como estoy de piedra es difícil calentar este cuerpo.

Nuestro hombre miró alrededor aún pasmado, y tras pensarlo un poco se lanzó a hablar:

—Y ¿qué tal, cómo va?, preguntó por decir algo.

—No voy a quejarme. Por fin, alguien con quien hablar.

—Ya, —y tras un momento de vacilación y mirando alrededor continuó —¿Y aquella otra estatua que está enfrente? —espetó por ver por dónde salía la cosa.

—Calle, calle. No hay quien le entienda. Es un antiguo, solo habla godo, y además mire qué adefesio de hombre. Una pena, oiga. Wamba, creo que se llama.

—Córcholis, un godo ¿Y usted es? ¿con quién tengo el gusto?

—Alfonso VII; rey de León, de Galicia, de Castilla, de Nájera, de Zaragoza, de Toledo, de Baeza y Almería… contestó mientras se le iba llenando el pecho de orgullo.
—¡Vaya! no es un cualquiera, si me permite decírselo.

—Para nada, señor mío. Por ello estoy aquí en lo alto. Además podría escribir un libro de tanto que han pasado ante mis ojos desde que me plantaron en semejante lugar. Aunque he de decirle que primero me colocaron delante del puente de San Martín; aquello no estaba nada mal, qué vistas y qué de gente pasaba. Luego ya me trajeron a este parque donde llevo más de un siglo. Aquí se está fresquito y muchas cosas han pasado desde entonces. Desde una guerra entre hermanos hasta señores en bicicleta, como el Bahamontes ese; y la feria todos los años, qué ruido y que mandangas. Pero por lo demás, tranquilo. ¿Y usted, qué?¿todo bien?

El paseante claramente afectado por la situación resopló y respondió desanimado:

—Pues ahora realmente no sé qué decirle. La verdad es que estaba haciendo tiempo antes de mi visita al médico.

—Qué me dice. Espero que no sea nada de gravedad.

El Godo
—Ahí es a donde voy. Que tengo cita con mi psiquiatra y yo pensaba que la cosa iba bien, pero ahora no lo tengo tan claro.
—¿Un psiquiatra? ¿Ese quién es? —preguntó el monarca pétreo.

—Un médico experto en problemas de la cabeza —. Ayuda con los problemas mentales y eso.

—¡Ah, ya! Yo tuve uno de esos.

—¿Y le ayudó?

—Más bien no. Fue al río atado de pies y manos. Trataba de meterse en mi cabeza y por ahí no pasé. Me dije: Alfonso, cuidado con este. Y antes de que fuese a más ¡zas, al agua!*

—Qué expeditivo es usted.

—A las malas hierbas hay que cortarlas de raíz que luego...

—En fin —le cortó el paseante, —debo irme. Creo que ya es suficiente. Muchas gracias y hasta otra, d. Alfonso. Que le vaya bien.

—Igualmente, mi joven amigo. Y cuídese de los médicos. A esos hay que tenerlos lo más lejos posible.

El hombre asintió con la cabeza y emprendió la marcha apresurado, pero al alejarse oyó unas palabras ininteligibles que le hablaban. Era el godo pero no se quedó a escuchar, con un desvarío ya había tenido suficiente. Aceleró aún más el paso tratando de salir de allí. A ver cómo le contaba esto al médico.



Un poco de historia:

Diseminadas por los alrededores de la muralla toledana podemos encontrar las estatuas de seis antiguos reyes españoles. Al parecer formaban parte de una serie de esculturas mandadas hacer por Fernando VI allá por el siglo XVIII para embellecer el Palacio Real de Madrid. La cosa no cuajó y las figuritas acabaron en un almacén hasta que alguien avispado de nombre Antonio Ponz, a la sazón secretario de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, consiguió de Carlos III que fueran abandonando tal lugar con destino a diversos puntos de la geografía española. Ocho de ellas acabaron en esta ciudad, aunque dos desaparecieron durante la Guerra Incivil. Sisenando, Sisebuto y Wamba; y los Alfonsos VI, VII, y VIII son los que nos quedan. Los nombres no sabemos a ciencia cierta si son los suyos pues algunos de los personajes esculpidos perdieron el rótulo correspondiente con tanto peregrinaje. En cualquier caso ahí las tenemos, embelleciendo la ciudad.



*(Licencia poética. No sabemos a ciencia cierta si sucedió pero es seguro que de haber pasado merecido lo tendría).